Por: Fernando Solana Olivares
Aquella reproducción inconsciente
del destino nunca hablado de sus padres llevó a la generación alemana posterior
a conductas insanas descritas por Alice Miller: mujeres enfermas de anorexia
orgullosas de pesar 30 kilos como sus madres y abuelas cuando estuvieron en
campos de concentración; jóvenes heroinómanos desencantados por el desencanto
absoluto de sus mayores, sobrevivientes o perpetradores del holocausto; nietos
de combatientes antifascistas integrantes de violentas pandillas adoradoras de
iconos nazis. Patologías propias de una generación educada para guardar
silencio y padecer las consecuencias de ello.
“La forma colectiva del
comportamiento absurdo es la más peligrosa —escribe la autora—, ya que su
carácter absurdo no llama la atención de nadie y acaba siendo sancionado como
‘normalidad’. La inconveniencia o la impropiedad de hacer preguntas a los
padres sobre el Tercer Reich fue algo evidente para la mayoría de los niños de
la posguerra en Alemania”. El mutismo de ese periodo y la invisibilización del
pasado de los padres en él eran parte de “las buenas costumbres”, una vida
aparente que reposa en los secretos podridos por la negación.
La influencia del silencio en las
desviaciones sociopáticas contemporáneas sigue activa. La historia del Tercer Reich
confirma que lo aberrante reside en lo normal, en aquello que las mayorías
sienten (o se les induce a sentir) como evidente. El generalizado desprecio
cultural por la vejez y los viejos, por ejemplo, el tan extendido culto
mediático actual de “juvenilia” comenzó tiempo atrás: “Mi pedagogía es dura. Lo
débil debe eliminarse a martillazos. […] Quiero una juventud violenta,
dominante, impávida, cruel. La juventud ha de serlo todo. […] En ella no debe
haber nada débil ni tierno. […] Quiero una juventud fuerte y hermosa… Así podré
crear algo nuevo”. Este era el credo pedagógico de Hitler en Mi lucha.
Educado por un padre bastardo,
cuya descendencia judía siempre quedó en duda, profundamente autoritario y
violento, solemne hasta la dureza y seguramente lector de Schreber —quien sólo
tematizó hábitos sociales observados durante siglos—, Hitler provenía de una
familia prototípica del régimen totalitario, “cuyo amo, indiscutible y brutal,
es el padre”. Miller subraya que en una atmósfera así los más oprimidos resultan
ser los niños, jerarquía del horror que detalladamente corresponde a la
impuesta por el nazismo en los campos de exterminio. Y que tanto Hitler, la
autoridad incuestionable, como la mayoría del pueblo alemán, seguidora
entusiasta del tirano, son un producto de las prácticas ancestrales del
maltrato infantil y la obediencia ciega: “Hitler consiguió, gracias a su
compulsión inconsciente a la repetición, transferir su trauma familiar a todo
el pueblo alemán”.
Helm Stierlin, un psicoanalista
que ha estudiado a Hitler, parte de la premisa de que la madre impensadamente
le encomendó la tarea de rescatarla. Según esta hipótesis, la Alemania oprimida
vendría a ser un símbolo de la madre torturada por el amo despiadado, el padre
cruel. Y el encarnizamiento del dictador simbolizaría una lucha titánica para
liberar a su propio yo “de los carriles de una humillación infinita”,
trasladándola a los demás. Otra obra analítica —Fantasmas masculinos, de K.
Theweleit— constata que en los personajes que han encarnado históricamente la
ideología fascista o totalitaria reaparece casi siempre la imagen de un padre
severo y punitivo hasta llegar a la maldad.
Para Alice Miller la enfermedad
social se origina en la infancia de las personas. Sin embargo, la pedagogía
negra que ella detalla mediante agresiones directas y castigos atroces a los
niños hoy presenta manifestaciones acaso más difusas pero igual de perversas
que componen un horizonte terminal de abandono, indiferencia, maltrato y
descuido sistémicos. Un negro horizonte posmoderno de desamor y toxicidad
mediática donde los niños videns preludian la extinción del casi arcaico homo
sapiens.
Una sociedad se define por el
trato que da a sus niños. La condición de “molino satánico” atribuida por
Polanyi al capitalismo terminará cuando la infancia sea el terreno privilegiado
del desarrollo humano en una atmósfera de atención, no de consumo, de
experiencias directas y no virtuales. Una utopía emocional que hará posible una
utopía política: la aparición de una mente colectiva nueva. En la infancia nos
enfermamos; en la infancia nos curaremos.
