Por: Fernando Solana Olivares
A mediados del siglo XIX el
doctor Schreber, pedagogo alemán, escribió una serie de obras sobre educación
infantil que se popularizaron rápidamente y fueron traducidas a varios idiomas.
La recomendación repetida en ellas siempre era la misma: por su propio bien, y
a más tardar a los cinco meses de vida de un niño, los padres debían empezar a
vencer su terquedad natural y enseñarle que ellos eran sus amos. “A partir de
entonces —escribía Schreber—, bastará con una mirada, una palabra o un solo
gesto amenazador para controlarlo. No olvidemos que con esto le estamos
haciendo un gran beneficio al propio niño, ahorrándole muchas horas de
inquietud y liberándolo de todos aquellos tormentos interiores que
proliferarían con suma facilidad, convirtiéndose en enemigos vitales cada vez
más serios y difíciles de superar”.
La terrible metodología de la
violencia convertida en sistema educativo volvió a mostrarse en un afamado caso
terapéutico descrito por Freud, el del hijo del propio Schreber, un paranoico
destruido mental y emocionalmente por la pedagogía negra del padre. Los
maltratos hacia los niños han sido moneda corriente en un gran número de
sociedades, y la visión idílica de la infancia como paraíso irrecuperable a
menudo esconde el ciego horror de los infiernos domésticos donde el infante es
golpeado y castigado para corregirlo, una norma cultural que lo obliga a
agradecer la violencia que recibe.
Según postulan algunos
psicoanalistas de la infancia, la situación del niño agraviado resulta peor que
la de un adulto en un campo de concentración: el niño está obligado a olvidar y
perdonar el maltrato, y no puede darle a su experiencia la auténtica dimensión
trágica que le permitiría salvarse de los costos inmediatos y futuros de su
dolor.
En Por tu propio bien, un libro
de la analista alemana Alice Miller (Tusquets Editores, Barcelona, 1986), la
educación queda desenmascarada como un acoso irreductible a la vitalidad
infantil en la cual no se aceptan ni el odio o la cólera de los pequeños
agredidos hacia sus agresores, ni la mecánica psíquica del duelo para elaborar
lo que se sufre, comprenderlo y superar la pulsión que inexorablemente los
llevará a ejercer esa violencia con otros más al llegar a la edad adulta.
La soledad interior del niño
maltratado es absoluta. A diferencia del adulto torturado, que nunca aceptará
que sus sufrimientos le fueron infligidos para su beneficio personal, el niño
no es libre, ni siquiera al interior de su propio yo, para aborrecer a sus
padres torturadores. El cuarto mandamiento mosaico, una castración emocional,
recorre toda la cultura judeocristiana y hace de la indefensión infantil un
imperativo anclado en los sustratos más íntimos de la moral colectiva. Ante el
obligatorio “Amarás a tus padres”, muy pocas libertades y rebeldías se han
permitido: entre las tragedias griegas —entendidas siempre como alegorías y
símbolos— y el viejo e inaceptado dicho de la Inglaterra isabelina: “Good
mother is a death mother”, predomina la doble moral milenaria que justifica al
padre o madre que maltratan y obliga al niño a perdonar.
Las secuelas del agravio
infantil, como afirma Alice Miller, están presentes en los grandes (y siendo
así también en los pequeños) procesos de exterminio y destrucción colectivos.
Queda por hacerse todavía la psicohistoria del totalitarismo a partir del
binomio niño torturado-adulto torturador, niño dominado-adulto dominador, pero
algunos ejemplos de la autora apuntan al levantamiento de un escenario donde
las sociedades que exterminaron a otras, o a grupos sociales dentro de ellas,
fueron casi siempre integradas por niños educados en la pedagogía negra de ese
horror cotidiano aceptado como normalidad.
Siguiendo una hipótesis
conductual corroborada mediante abundantes pruebas: todo comportamiento
aberrante tiene su prehistoria en la infancia temprana (equivalente al
enunciado que años atrás anticipara el mexicano Santiago Ramírez: infancia es
destino), Alice Miller demuestra que las secuelas tardías de la guerra y del
régimen nazi en la generaciones alemanas siguientes obligaron a éstas a
reproducir inconscientemente el destino de sus padres, con tanta mayor
intensidad cuanto menos a fondo lo conocieron.
Sumas cerradas o partes
alícuotas. La brutal violencia civilizacional que se padece no es más que una
reproducción cuyos efectos descansan en las causas que les dieron origen. Un
hijo desdichado será un adulto que provocará desdichas.
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